El aliento se le atascó en la garganta.
Alistair despertó con un espasmo violento, los ojos abiertos de par en par, una punzada helada cruzándole el pecho. Estaba vivo, lo sentía, cada fibra de su cuerpo gritaba que no debería estarlo, que la muerte lo había reclamado. Recordaba su carne desgarrada, la oscuridad final... y sin embargo, ahí estaba. Sobre una alfombra inmaculada, respirando, sintiendo. El dolor persistía como un eco siniestro. El horror de existir.
Sus dedos, enteros, la pierna, también. Bastó un vistazo para notar que sus extremidades estaban restauradas. Pero no eran las mismas. Tenían un tono más pálido, una textura ajena. Una burla de lo que fue. Una parodia de su humanidad.
Levantó la vista, el terror trepándole por la espina. Frente a él, la Matriarca Valmorth. Su figura imponente, su rostro de hielo. A su alrededor, como estatuas sombrías, estaban Yusuri, Constantino y Hiroshi, los tres en el lujo oscuro de la gran sala.
—Mi señora —susurró Yusuri, inclinándose con reverencia—. Ha regresado.
Los ojos carmesí de la Matriarca se clavaron en Alistair. Como brasas en la penumbra.
—Alistair —dijo ella. Su voz era seda helada—. Has vuelto, como debe ser.
Él intentó incorporarse, soltando un quejido débil. —No... no debería...
—El linaje decide quién vive y quién muere —interrumpió ella, apenas elevando la voz, pero su autoridad era absoluta—. Y tú aún no has cumplido tu propósito. Dime, ¿Dónde está la niña?
El nombre de Hitomi resonó como una campana fúnebre. Alistair cerró los ojos. Su rostro se contrajo en una mueca de dolor. No podía decirlo, no debía.
—No lo haré. —Su voz, aunque temblorosa, llevaba la fuerza de un desafío—. No después de todo lo que hice para protegerla.
La señora Valmorth dio un paso adelante, su presencia como un frío cortante. —Sé que escapó contigo, yo lo sé, no intentes ocultarlo.
—Ella está libre. —Escupió las palabras con desprecio, como si fueran la última chispa de luz en una noche sin esperanza—. Libre de ustedes, de su maldad.
La Matriarca soltó una risa helada, sin un ápice de humor. —Nadie está libre de mi linaje. La encontraré, y cuando lo haga, no habrá refugio para ella ni para ti.
Alistair apretó los puños, las lágrimas brotando contra su voluntad. —Prefiero pudrirme en el olvido antes que traicionarla.
—¡Silencio! —bramó Yusuri, la impaciencia quebrando su fachada de calma.
—Mi señora, por favor... —Alistair intentó suplicar, pero su voz se quebró, derrotado.
La Matriarca lo miró con una frialdad que quemaba. —Tu voluntad es un defecto, un error en el plan, no busco lealtad, sino aceptación. El destino es ineludible.
Un silencio mortal llenó la sala. Alistair sintió la rabia y la desesperación arder dentro de sí, una tormenta que nadie podría detener. Su última defensa no sería con palabras, sino con un acto de dolor y silencio.
La tensión en la sala era insoportable. Alistair sintió la sangre hervir en sus venas, una rabia furiosa contra la injusticia, contra su destino, contra el poder absoluto que lo había traído de vuelta solo para seguir rompiéndolo. La imagen de Hitomi, su sonrisa, la promesa… no podía permitirse hablar.
Nunca.
Con un grito ahogado, un rugido de desesperación que brotó desde lo más profundo de su ser, Alistair tensó todos los músculos de su rostro. El dolor ya lo consumía, pero en un acto de última resistencia, clavó sus dientes con fuerza brutal en su propia lengua.
—¡No! —jadeó, la sangre inundando su boca, ahogando sus palabras antes siquiera de poder salir.
Un chasquido seco y húmedo resonó en la habitación. La sangre caliente comenzó a brotar a borbotones, empapando sus labios y bajando por su garganta. Sus gritos se tornaron en lamentos cavernosos, sonidos entrecortados y grotescos que parecían desgarrar el aire.
La señora, impasible, observaba con una fría decepción.
—¿Así que eliges el silencio? —murmuró, con voz glacial—. Muy bien. No necesitaremos tus palabras para controlarte.
—Quítale los ojos. —ordenó la señora, sin una pizca de vacilación, como quien pide un objeto cualquiera. La voz, de una frialdad escalofriante, resonó en los oídos de Alistair, incluso a través de su dolor.
—¡Maldita sea! —exclamó Yusuri, con evidente frustración, dando un paso al frente—. Esto solo complica las cosas.
Los guardias lo sujetaron con fuerza mientras él forcejeaba, intentando proteger su rostro. Su cuerpo temblaba de rabia y dolor.
Entonces, Yusuri extendió la mano, fría y firme, sujetando los párpados de Alistair.
—Prepárate —susurró con voz cortante.
Un tirón feroz, un desgarrón húmedo y espantoso, y un chillido infernal emergió de lo más profundo de su pecho.
—¡Aaaaaah! —gritó Alistair, un sonido desgarrador que rompió el silencio de la sala.
Sus ojos fueron arrancados con brutal violencia, explotando con un estallido de sangre caliente. La oscuridad absoluta lo envolvió, un abismo sin retorno.
La Sra Valmorth inclinó la cabeza, como si contemplara un experimento fallido.
—Que se pudra en la oscuridad, hasta que lo necesitemos de nuevo.
—Será un prisionero perfecto —añadió Yusuri, sin ningún atisbo de compasión—. Ciego y mudo, no podrá ocultar nada.
Dos guardias arrastraron a Alistair, cuyos alaridos se habían transformado en sonidos primitivos, guturales, puros aullidos de un ser destrozado.
Su sangre manaba sin cesar, tiñendo la alfombra persa con un rojo aún más oscuro.
Alistair Valmorth, devuelto a la vida, condenado a la oscuridad absoluta, había perdido su voz y su vista, encadenado a un destino peor que la muerte.