Takeru Arashi había tomado una decisión.
Mantendría a Raiden Mei a su lado, sin importar lo que se avecinara. Sabía que lo que estaba por hacer era peligroso, pero ella era su amiga, su compañera en este mundo, y no podía abandonarla.
Desde que llegó a este mundo, recuerdos del futuro lo asaltaban. No todos eran claros, pero uno en particular se mantenía firme:
Cuando Mei cumpliera siete años, sería secuestrada.
No estaba dispuesto a averiguar si esos recuerdos eran ciertos. No iba a arriesgarse. No iba a arriesgarla.
Y aunque no recordaba con precisión todo lo que ocurrió, sí sabía una cosa con certeza:
Ese evento dejó una marca profunda en su corazón. Una cicatriz que no quería ver hecha realidad.
Una semana antes, cuando las presencias extrañas comenzaron a rondar con más frecuencia, Takeru le habló a Mei con seriedad:
—Hay alguien siguiéndonos. Desde hace un mes. No parecen tener buenas intenciones.
Mei confió en él sin dudar. Le contó todo a su padre, quien, con la urgencia de un padre preocupado, le asignó dos guardaespaldas para que la acompañaran de regreso a casa.
Pero esa acción solo complicó las cosas.
Los que los seguían se dieron cuenta de que habían sido descubiertos.
Y se volvieron más cuidadosos.
El día estaba por terminar. El cielo se teñía de naranjas suaves y sombras largas mientras Mei caminaba hacia su casa acompañada por sus escoltas.
Todo era demasiado tranquilo y silencioso. Eso solo aumentaba la tensión en el aire.
Los dos guardaespaldas se mantenían alertas, sus ojos barrían los alrededores con sospecha.
Estaban a punto de advertirle algo a Mei cuando, sin previo aviso, dos sombras surgieron de entre los arbustos.
Uno de ellos giró con rapidez el cuello de un guardaespaldas.
El sonido seco del crujido salió del cuello al ser torcido.
El segundo no tuvo tiempo ni de reaccionar antes de que una llave estranguladora lo dejara tendido al suelo sin respirar.
Mei se quedó congelada.
Un tercer hombre apareció entre las sombras. Se dirigió directo hacia ella con paso firme.
Sus ojos eran fríos.
Mei dio un paso atrás, su cuerpo paralizado por el miedo.
El atacante alzó el brazo para tomarla.
Y entonces, ocurrió.
Una pequeña aguja metálica silbó en el aire. Se clavó en el cuello del secuestrador con precisión.
El hombre se tambaleó, sus músculos se tensaron brevemente… y luego cayó pesadamente al suelo.
Mei no entendía qué estaba pasando.
Los atacantes giraron hacia donde vino la aguja, pero ya era tarde.
Uno de ellos fue interceptado por un golpe preciso con la empuñadura de una espada.
El impacto seco en la nuca lo dejó inconsciente antes de que tocara el suelo.
El último atacante desenfundó un cuchillo, sus ojos ardiendo de rabia.
Frente a él, una figura de estatura similar a la de un niño se mantenía firme.
Llevaba el rostro cubierto con una máscara negra y sostenía una espada con determinación.
El cuchillo voló con un solo tajo.
El metal de ambos se encontró con un estruendo seco, y el arma del atacante fue desarmada.
Takeru no perdió tiempo.
Con un movimiento limpio, trazó un arco con la espada, golpeando con precisión el muslo del secuestrador.
El hombre soltó un grito ahogado y cayó, desequilibrado.
Antes de que pudiera levantarse, Takeru giró sobre sus talones y asestó un golpe directo a la mandíbula del hombre con la empuñadura.
El cuerpo del secuestrador se desplomó como un saco.
Silencio.
Takeru respiró hondo mientras sus ojos revisaban el entorno.
Todos los atacantes estaban inconscientes.
Solo entonces bajó la guardia.
Mei seguía allí, inmóvil. Su cuerpo temblaba.
Tenía los ojos clavados en él.
No por la máscara… sino por la sangre.
Había manchas oscuras en la ropa del misterioso chico.
Manchas que no eran suyas.
Dio un paso atrás. Otro más.
Iba a darse la vuelta y huir.
El miedo y la confusión eran demasiado.
Pero la figura enmascarada dio un paso hacia ella y alzó una mano, sin brusquedad.
—No te vayas —dijo una voz cálida—. Soy yo… mira.
Lentamente, se quitó la máscara.
Los ojos de Mei se abrieron.
El miedo comenzó a disiparse, sustituido por sorpresa, luego alivio.
—Takeru… —susurró, apenas audible.
Él la miró con una mezcla de compasión, ternura y preocupación.
—Estaba preocupado por ti —dijo, su voz ahora más suave—. Vine a buscarte… pero no esperaba que esto sucediera.
Sin decir más, la abrazó.
Mei no se movió.
Solo apretó los ojos, permitiendo que las lágrimas cayeran sin sonido.
Apoyó la cabeza en su hombro.
El cielo ya era violeta, y las primeras estrellas titilaban tímidamente en lo alto.